miércoles, 2 de agosto de 2023

Pensé que mi perro Chocolate era eterno

 

Nunca me visualicé sin él. Como poco, pensé que íbamos a llegar a viejitos juntos. De repente enfermó y en poco más de un mes se fue a descansar. Los nueve años conmigo no fueron suficientes y lo echo mucho de menos. Este luto no está fácil.

Hasta en el último momento me estuvo dando lecciones. La última, que todo el dinero del mundo no sirve para devolver la salud. Esa la aprendí de mala manera: gasté todos mis ahorros, me embrollé pagando sus tratamientos, y al final no logré salvarlo.

Mi perro Chocolate era un maestro, como Yoda. Al principio me pregunté por qué toda esa inesperada sabiduría venía en ese empaque, pero a la larga entendí que era así y punto. 


Sin proponérselo me puso muchas pruebas, de las que he aprendido a apreciar lo más básico de las cosas: como la tolerancia; la compasión; la responsabilidad; lo que verdaderamente es importante en la vida y lo que no; y me ha dado cátedra de lo que es la humildad.

 

Aprendí a limpiar caca, pipi y vómitos sin morirme del asco, a ceder el único pedazo de pan que queda, a no postergar el ir al colmado porque él se quedaría sin comer esa noche.

Me vi obligado a aprender a hablar en “perro”. Chocolate no hablaba mi idioma ni yo el suyo, pero establecimos qué sonidos significan qué. Cuando quería subirse a la silla con Papá; cuando quería comer; cuando se quedó con hambre y quiere más; si quería “treats” o un hueso. Cuando quería entrar; salir; subirse a la cama; que abra la puerta de la terraza; que prenda la luz porque ya oscureció; o que hizo caca, para que vaya a limpiarla porque era muy limpio. Un día me vino a buscar para que prendiera la fuente de agua del jardín porque le hacía falta el sonido del agua al caer. Me recordaba que tomara mis medicinas en la mañana, y ya, las he olvidado un par de veces.

Yo por mi parte le hablaba claro. Le decía lo que iba a hacer: si voy a la cocina; si voy al baño; el momento de dormir o comer. Si voy a trabajar le decía en dónde, porque de eso depende la hora en que llego, si iba a la Universidad salía más temprano y él esperaba eso porque pasamos más tiempo juntos.

Cuando hacía algo que me molesta, me lamía la cara para disculparse, como señal de que yo sigo siendo el papá. Si me daba un golpe sin querer, lamía la herida para curarme.

Estaba acostumbrado a comer conmigo. Siempre sujeté su plato en lo que comía. A veces le bastaba con que me parara a su lado en lo que terminaba. Si me quitaba, me buscaba y lloraba para que regresara, y sólo entonces continuaba a comer. 

En las mañanas desayunaba café conmigo. Me velaba en lo que lo tomaba y lamía la espumita que le dejaba a propósito en el fondo de la taza. Después comía lo suyo, porque no comía hasta que tomaba el café. En sus últimos días no quiso la espumita, y ya me sospechaba que el final estaba cerca. Ahora, por la mañana lo recuerdo cuando termino el café y no hay nadie para lamer la espumita.

Le encantaba el “pam”. Le tostaba de sandwich durante la semana y aguardaba sin protestar porque ya sabía que hay que esperar por la tostadora. Las veces que voy al mercado orgánico y traigo pan artesanal, hacía fiesta. Esa reacción me ha demostrado que el hecho de que es natural sí hace una diferencia. No pensé que el perro supiera distinguirlo, pero sí.

En la panadería en que le compraba el pan artesanal ya sabían que era para él. Al principio era un chiste que yo comprara el pan para el perro, pera luego lo tomaban como un compromiso serio que tengo con la alimentación de mi mascota. Un día me preguntaron cuánto tiempo le duraba la hogaza, y si yo también comía de ella. Mi respuesta, que parece que llamó la atención, fue “el pan le dura como cuatro días, y sí como también, a menos que vea que no voy a poder llegarle a la panadería a tiempo a por más, y entonces no como, para dejárselo a él”.

Anoche precisamente pensé eso. En realidad a veces no había mucho para prepararme de comida, amén de cocinar arroz o algo al horno que tardara mucho. Chocolate, sin embargo, tenía su comida, pam artesanal y agüita fresca.

 

A la larga hice la costumbre de cocinarle una “dieta”, y yo comía de lo mismo. El día que faltó, que ya no tenía que hacer ‘dieta”, me perdí y no supe qué cocinar para mi.

 

Vivo en la casa de Chocolate.  Si por allí pasara…

Chocolate llegó a casa porque Rocky se lo arrebató a un cabrón que lo iba arrastrando por la cadena desde un carro en movimiento. El perrito iba desesperado corriendo en dos patitas tratando de mantenerse al ritmo del auto y no ahorcarse con el collar o despellejarse arrastrado por el pavimento. Estuvo un año sin querer acercarse a los carros, y lo dejé hasta que él mismo se quiso subir. Entonces era un bebé y no medía más de ocho pulgadas desde el piso.

Esa tarde Rocky pasó por mi trabajo y me contó lo sucedido. Tenía al perrito en su habitación y lo iba a llevar al veterinario por si alguien lo quería adoptar. En ese momento le dije que yo me iba a quedar con él. “¡Pero si ni siquiera los has visto!”. “No importa. Un  perrito que pasa por esa experiencia merece que alguien lo quiera y lo cuide. No me importa cómo sea”.

Esa tarde llegó a mi casa y la hizo suya. El mismo día empezó a hacer fechorías y haló todo el rollo de papel de baño. También ese día nos hicimos inseparables. A principio no sabía qué hacer con él, y ahora no sé cómo voy a vivir sin él. 

Chocolate se convirtió en un perro bien grande. Pasaba las 23 pulgadas de alto en el lomo y pesaba 96 libras. Era fuerte,  agresivo, y un amor.

 

De bebé sus juegos consistían en morder, aunque lo hacía bien suavemente. Cuando lo regañaba “sin morder a papá”, notaba en su cara que trataba de no hacerlo, pero su naturaleza lo obligaba. Algo instintivo lo obligaba a morder. Tengo las cicatrices en ambos brazos, y las exhibo como medallas de logro. Eso de mordisquear se le quitó y entonces solamente me daba besitos.

 

Si por él fuera, me hubiera quedado en casa todo el tiempo. Cuando salía me mordía los zapatos y el pantalón para que no me fuera; y cuando regresaba, hacía una fiesta como si pensara que nunca iba a volver. El tiempo que estaba ahí lo pasaba al lado mío.  Si me paraba a fregar se acostaba a mis pies, o por lo menos ponía una patita sobre mi zapato. A la hora de dormir, se acostaba pegado a mi espalda, mi pecho, o con su cuello sobre mi cintura si estoy de lado. La cuestión era estar en contacto. Siempre he pensado que quería ser un tatuaje para integrarse a mi piel.

El día de Navidad siempre le puse regalos como si los hubiera traído Santa Claus. Ese día se despertaba y encontraba juguetes debajo del árbol que hasta entonces había permanecido vacío. 


Su cara era exactamente igual a la de cualquier niño pequeño que encuentra regalos. Primero sorpresa, luego no sabía por cuál empezar o con cuál jugar primero. A todo esto los traía uno a uno para que yo los viera.

Cuando tenía un “guguete” nuevo, se volvía loco. Esa noche se lo llevaba a la habitación y dormía con él. Tenía una tablilla en el cuarto para poner sus cosas y que no estuvieran regadas por todos lados. 

Una vez él mismo colocó su juguete, una bola roja y un sorbeto que había estado masticando, en la tablilla antes de ir a dormir, seguramente por haberme visto hacerlo siempre.

 Recibía el Año Nuevo abrazado a Chocolate, tratando de calmar su ansiedad por las detonaciones de dinamita de mis amables vecinos. Me daba cuenta de que estaba con la compañía perfecta; el cariñoso incondicional, y el que compartía mi día a día en las buenas y en las malas. El rato estaba genial.

Cuando empezaban a disparar fuegos artificiales, salía con él a la marquesina, lo abrazaba bien fuerte y así juntos vemos el espectáculo de luces. Le hablaba tonterías como “¡mira ese qué lindo!... ¡mira los colores de ese!... ¡mira ese otro! Así pasamos el rato, y él entendía que la explosión es parte de las luces y no se  asustaba.

Un día, a las cinco de la mañana lo despertó una pelea de gatos callejeros y salió a ladrar como un demente. Como si fuera poesía, debe haber despertado a todos los vecinos a esa hora. “Quid pro quo” - me aterrorizas con tu dinamita, y yo no te dejo dormir con mi ladrido. Definitivamente poético.

Cuando enfermó todo empezó a ir para atrás. Al final dejó de comer, se babeaba y hacía caca encima, y dejó de darme besitos. En el último viaje al hospital, en lo que esperábamos turno, le pedí un besito por aquello de intentarlo. Ese besito en el carro sí me lo dio. Me lo tomé como despedida, y se le devolví. Ese último besito lo tengo grabado en la mente, y nunca lo voy a olvidar.

Chocolate volvió a casa unos días después, en una urna con su nombre. Está en nuestro cuarto como siempre, en un lugar privilegiado.


Como escribe el poeta Pablo Neruda:

 “Y yo, materialista que no cree en el celeste cielo prometido 

para ningún humano, 

para este perro o para todo perro 

creo en el cielo, sí, creo en un cielo 

donde yo no entraré, pero él me espera

ondulando su cola de abanico

para que yo al llegar tenga amistades.”

“Mi perro me miraba 

dándome la atención que necesito, 

la atención necesaria 

para hacer comprender a un vanidoso

que siendo perro él,

con esos ojos, más puros que los míos,

perdía el tiempo, pero me miraba

con la mirada que me reservó

toda su dulce, su peluda vida,

su silenciosa vida,

cerca de mí, sin molestarme nunca,

y sin pedirme nada.”


- Del poema ‘Mi perro ha muerto’


Chocolate  2014 - 2023


jueves, 25 de mayo de 2023

La tradición de la pintura sobre porcelana en Puerto Rico

Poca gente conoce que en Puerto Rico se hace un trabajo artístico muy particular. Se trata de la pintura sobre piezas de porcelana. Originalmente es un trabajo concebido en China, que luego fue perfeccionado en la Europa del siglo XVIII 

por fábricas como la Meissen de Alemania; además de Staffordshire, Spode, Wedgwood y Royal Doulton en Inglaterra.

 

En la Isla no se hace en fábricas, sino en talleres de artistas particulares que pintan a mano, pieza a pieza, haciéndolas únicas e inclusive mucho más valiosas que las europeas a máquina. El trabajoso proceso exige capas y capas de pintura translúcida hasta llegar a la intensidad del color deseado, con quemadas intercaladas en hornos de 1,600º F., para fundir la pintura hasta convertirla en cristal.

 

Yo conozco de primera mano este proceso, porque hace años mi madre es una de esas pintoras. De hecho, todas las piezas que usé para ilustrar este artículo, son pintadas por ella, porque es el acceso más fácil y cercano que tengo. Conozco bastante el trabajo de otros pintores y también es de excelencia, pero se me hacía más difícil de acceder para fotografiar.

 

Colorear la paciencia

En detalle, el trabajo artístico como tal consiste en depositar pigmentos de color sobre el barro cristalizado que es la porcelana. Para depositar el pigmento - un polvillo de color muy fino- primero hay que diluirlo en aceite para convertirlo en pintura translúcida. Luego, pintar en capas de colores muy claras, dejar que el aceite seque y volver a pintarle encima sucesivamente hasta lograr la intensidad de color deseada. Algo así como la acuarela, pero mucho más delicado, y con aceite en vez de agua, como medio para esparcir el color.

 

Para fijar el diseño, es necesario fundir esos pigmentos a alta temperatura y convertirlos en cristal, como parte del glaseado de la porcelana. A menudo hay que quemar una pieza varias veces entre capas, para añadirle más niveles de pintura sin dañar las anteriores. 


Cada vez que se hornea, hay que esperar muchas horas hasta que regresa a la temperatura ambiente; para que no se quiebre por un cambio súbito de temperatura… y para poderla tocar.

 



Los diseños clásicos

Muchos de los artistas pintan sus diseños siguiendo los estilos tradicionales de ese arte, con flores, estampas antiguas (usualmente campestres) y paneles de color. 

Otros, se dedican a pintar diseños contemporáneos, piezas modernas, y hasta retratos. Inclusive hay quien pinta diseños alusivos a la vida en Puerto Rico: la flora, la fauna, las tradiciones como los Reyes Magos, el café; e imágenes urbanas como el Viejo San Juan.

 

Lo que pesa en oro

Muchos de los diseños clásicos llevan terminaciones en oro. Para eso, es necesario usar el metal pulverizado como pigmento. Como es de esperarse, su precio fluctúa según el mercado de valores, como si fuera joyería. 

Al momento en que escribí, el empaque de 100 gramos costaba $653.00. Está claro que mientras más oro tiene una pieza, más elevado será su valor.

 

Una vez aplicado y quemado, el artista tiene la opción de pulir el metal para hacerlo brilloso como un espejo, dejarlo opaco o hacer una combinación de ambos estilos como parte del diseño.

 

Técnicas modernas del siglo III AC

El proceso de pintar alfarería comenzó en China durante la dinastía Tang (618-907 DC), para proteger y decorar las piezas rústicas que ya se hacían desde varios siglos antes, cuando trataban de copiar la cerámica que habían importado de Persia y de Egipto durante la dinastía Han (206 AC-220 DC). 


Por ejemplo, en los hornos Ding al norte del país, se hacía cerámica en tonos de verde, decorada con el método sgraffito, en que se raspa el glaseado para exponer el fondo de un color distinto.

 

La aplicación de color fue una evolución muy lenta, según fueron descubriendo qué óxidos y pigmentos se convertían en qué color al pasar por el calor del horno. Uno de los primeros colores en conseguirse fue el azul grisáceo distintivo de la dinastía Qing, que luego se combinó con el blanco durante la era Ming - de donde también surge el azul cobalto que hoy conocemos.

Esa combinación se convirtió en uno de los íconos de la exportación de la porcelana “souvenir” china, con el diseño Blue Willow.

 

La cerámica Sancai, (tres colores) igualmente un descubrimiento de la dinastía Tang, y llamada “el tesoro de la técnica del quemado en la orfebrería China”, combina el amarillo, el verde y el azul. Es la primera vez en la historia de la cerámica, 

en que se depositan tres pigmentos a la vez, para generar colores distintos durante una misma cocción a baja temperatura. Aunque las piezas tienden a ser extremadamente rústicas, la cerámica sancai es una de mis favoritas.

 

El estilo que prefiero, sin embargo, es la cerámica roja “Sangre de Buey” niúxiěhóng. También es conocida como “Sangre del Sacrificio” Jihong, por la leyenda sobre una joven que se tiró al horno en llamas en protesta por el encarcelamiento injusto de su padre. Al abrir el horno, descubrieron que la cerámica se había tornado roja. Estas piezas son muy difíciles de encontrar en el mercado de antigüedades. Por la dificultad que presenta para realizar, y porque el resultado es muy impredecible, nunca se hicieron en gran cantidad.

A través de las distintas dinastías se ha tratado de estandarizar su manufactura, desde la primera vez, que salió por accidente, pero no han tenido mucho éxito. La pieza de la foto es de principios del siglo dieciocho, en que ese estilo se puso de moda y varias fábricas volvieron a intentarlo.

 

Pero regresando a la Isla…

Hace algunos años hubo un auge entre los pintores en Puerto Rico, y hasta una Asociación que los agrupó para celebrar actividades, entre ellas una bienal. 

En esa actividad, que se realizaba cada dos años en varios hoteles, salas de reunión, y en el Ayuntamiento de San Juan, se otorgaban premios por calidad y belleza en el trabajo.

 

En este momento quedan muy pocos talleres y escuelas, pero los pintores siguen trabajando privadamente en sus proyectos personales. Algunos aceptan comisiones que incluyen “recuerdos” para bodas y para bautizos.

 

Esperemos que este arte no desaparezca y quede olvidado como tantas cosas de nuestro país, y su legado pueda ser disfrutado por futuras generaciones.

 

GALERÍA

 


 


















Nota: Las piezas de chinas que fotografié para el artículo, son parte de una colección privada en San Juan de Puerto Rico.

 

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Poca gente conoce que en Puerto Rico se hace un trabajo artístico muy particular. Se trata de la pintura sobre piezas de porcelana. Originalmente es un trabajo concebido en China, que luego fue perfeccionado en la Europa del siglo XVIII por fábricas como la Meissen de Alemania; y Staffordshire, Spode, Wedgwood y Royal Doulton en Inglaterra.

En la Isla no se hace en fábricas, sino en talleres de artistas particulares que pintan a mano, pieza a pieza, haciéndolas únicas y mucho más valiosas que las europeas a máquina.