viernes, 4 de septiembre de 2015

El café que me perdí

Abuelo Miguel antes de su accidente.
Me dijo que el estruendo de la explosión lo hizo salir al balcón trasero de la casona, desde donde vio a su padre salir corriendo de la torrefacción envuelto en llamas tan altas que duplicaban su estatura. Lo vio tirarse en un charco de agua que se había formado por el fuerte aguacero que caía, y revolcarse hasta que logró apagar el fuego que lo quemaba. Mi papá tendría algunos seis años y nunca olvidó ese momento. Lo sé porque décadas más tarde vimos un filme en el que David Janssen se quema exactamente igual, y me dijo “Así mismo vi a papi”.

Estaban a punto de terminar el tueste del café, cuando cayó el diluvio. Abuelo le pidió al ayudante que cerrara la llave del gas, y el muchacho equivocadamente la abrió a toda capacidad. El edificio completo voló en pedazos, el ayudante murió calcinado y abuelo estuvo un año completo en el hospital, recuperándose de las quemaduras.

Abuelo Miguel como lo conocí. Vivió hasta sus 94 años.
No conocí a Abuelo sin que tuviera la piel quemada, así que no me lo cuestioné nunca. Cuando pequeño salíamos a visitar sus clientes y para mi era completamente normal como se veía. Sus manos estaban deformes por las quemaduras, pero igual las usaba como cualquier persona. Eso pensaba yo a mi corta edad. Mirando fotos de cuando él era joven, he visto que antes del accidente era muy elegante, y con los ojos azules que sí conocí.

Abuelo, sentado a la izquierda, con su padre y hermanos.
Ese día la vida de la familia cambió, y también dejó de existir el Café Llompart. Perdieron la casona, la torrefacción, la finca y mucho más. Dejó de ser una familia dedicada al café de Puerto Rico, para eventualmente convertirse con mucho sacrificio en comerciantes de equipo médico en la calle Fortaleza del Viejo San Juan.

Un día cuando niño alcancé a ver una bolsita del empaque de ese café en el álbum que tenía abuela. Lo recuerdo como ahora. Una de esas cosas que toma importancia en tu vida cuando ya no tienes manera de recuperar. He tratado de recrear gráficamente -tal vez idealizado- lo que vi en el empaque para compartir aquí y documentar lo que una vez sí existió. Nunca pude probar ese café. Eso es algo que también me perdí.

Quizás de ahí viene mi pasión por ese sabroso grano tostado. Posiblemente hubiera sido un magnate cafetalero en vez de lo que estudié si no fuera por aquella explosión. ¡Nah! no creo. El punto es que el café es parte de mi vida desde antes de mi padre nacer, como si lo llevara en la sangre.


Papi con su hermano gemelo, Tío Miguel.
Ayer quise preguntarle a papi el nombre del ayudante de abuelo para mencionarlo aquí como un tributo, pero no me lo puede contestar desde donde está... y esa, es otra de esas cosas que ya no tengo manera de recuperar.







Después del relato:  
A pocas horas de colgada esta historia, mi familia reaccionó - Titi Josefina recuerda que el ayudante se llamaba Venancio, y que aún quemado, Abuelo regresó a sacarlo del edificio en llamas. Recuerda que un grueso abrigo militar que llevaba evitó que sus quemaduras fueran peores. Dice que en medio de la emergencia, Abuelo pidió agua y ella corrió a buscarla. Cuando regresó, ya se lo llevaban al hospital y ella quedó mirando la escena con el brazo extendido y el vaso de agua en su pequeña mano.

Como éstos, varios recuerdos afloran de distintos tíos y primos. Todos los cuentos reiteran que vengo de una familia de gente fuerte y resiliente. Una familia que ha sido parte del forjar de nuestra patria, buena que mala. Con mil vicisitudes, pero que #vamosdefrente - que es la frase que por coincidencia utilizo como mantra en mi blog.

Por último, no puedo olvidar el ejemplo que me deja papi, que luchó contra su enfermedad hasta el último segundo, y no se dejaba ir. 
- “¿Era así de terco?”, me preguntaron. 
- “Toda su vida”, contesté.




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1 comentario:

  1. Mama recuerda la bolsa de cafe color amarrilla con dos indios arrodillados con un bowl grande de cafe entre ellos.

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