Nunca me visualicé sin él. Como poco, pensé que íbamos a llegar a viejitos juntos. De repente enfermó y en poco más de un mes se fue a descansar. Los nueve años conmigo no fueron suficientes y lo echo mucho de menos. Este luto no está fácil.
Hasta en el último momento me estuvo dando lecciones. La última, que todo el dinero del mundo no sirve para devolver la salud. Esa la aprendí de mala manera: gasté todos mis ahorros, me embrollé pagando sus tratamientos, y al final no logré salvarlo.
Mi perro Chocolate era un maestro, como Yoda. Al principio me pregunté por qué toda esa inesperada sabiduría venía en ese empaque, pero a la larga entendí que era así y punto.
Sin proponérselo me puso muchas pruebas, de las que he aprendido a apreciar lo más básico de las cosas: como la tolerancia; la compasión; la responsabilidad; lo que verdaderamente es importante en la vida y lo que no; y me ha dado cátedra de lo que es la humildad.
Aprendí a limpiar caca, pipi y vómitos sin morirme del asco, a ceder el único pedazo de pan que queda, a no postergar el ir al colmado porque él se quedaría sin comer esa noche.
Me vi obligado a aprender a hablar en “perro”. Chocolate no hablaba mi idioma ni yo el suyo, pero establecimos qué sonidos significan qué. Cuando quería subirse a la silla con Papá; cuando quería comer; cuando se quedó con hambre y quiere más; si quería “treats” o un hueso. Cuando quería entrar; salir; subirse a la cama; que abra la puerta de la terraza; que prenda la luz porque ya oscureció; o que hizo caca, para que vaya a limpiarla porque era muy limpio. Un día me vino a buscar para que prendiera la fuente de agua del jardín porque le hacía falta el sonido del agua al caer. Me recordaba que tomara mis medicinas en la mañana, y ya, las he olvidado un par de veces.
Yo por mi parte le hablaba claro. Le decía lo que iba a hacer: si voy a la cocina; si voy al baño; el momento de dormir o comer. Si voy a trabajar le decía en dónde, porque de eso depende la hora en que llego, si iba a la Universidad salía más temprano y él esperaba eso porque pasamos más tiempo juntos.
Cuando hacía algo que me molesta, me lamía la cara para disculparse, como señal de que yo sigo siendo el papá. Si me daba un golpe sin querer, lamía la herida para curarme.
Estaba acostumbrado a comer conmigo. Siempre sujeté su plato en lo que comía. A veces le bastaba con que me parara a su lado en lo que terminaba. Si me quitaba, me buscaba y lloraba para que regresara, y sólo entonces continuaba a comer.
En las mañanas desayunaba café conmigo. Me velaba en lo que lo tomaba y lamía la espumita que le dejaba a propósito en el fondo de la taza. Después comía lo suyo, porque no comía hasta que tomaba el café. En sus últimos días no quiso la espumita, y ya me sospechaba que el final estaba cerca. Ahora, por la mañana lo recuerdo cuando termino el café y no hay nadie para lamer la espumita.
Le encantaba el “pam”. Le tostaba de sandwich durante la semana y aguardaba sin protestar porque ya sabía que hay que esperar por la tostadora. Las veces que voy al mercado orgánico y traigo pan artesanal, hacía fiesta. Esa reacción me ha demostrado que el hecho de que es natural sí hace una diferencia. No pensé que el perro supiera distinguirlo, pero sí.
En la panadería en que le compraba el pan artesanal ya sabían que era para él. Al principio era un chiste que yo comprara el pan para el perro, pera luego lo tomaban como un compromiso serio que tengo con la alimentación de mi mascota. Un día me preguntaron cuánto tiempo le duraba la hogaza, y si yo también comía de ella. Mi respuesta, que parece que llamó la atención, fue “el pan le dura como cuatro días, y sí como también, a menos que vea que no voy a poder llegarle a la panadería a tiempo a por más, y entonces no como, para dejárselo a él”.
Anoche precisamente pensé eso. En realidad a veces no había mucho para prepararme de comida, amén de cocinar arroz o algo al horno que tardara mucho. Chocolate, sin embargo, tenía su comida, pam artesanal y agüita fresca.
A la larga hice la costumbre de cocinarle una “dieta”, y yo comía de lo mismo. El día que faltó, que ya no tenía que hacer ‘dieta”, me perdí y no supe qué cocinar para mi.
Vivo en la casa de Chocolate. Si por allí pasara…
Chocolate llegó a casa porque Rocky se lo arrebató a un cabrón que lo iba arrastrando por la cadena desde un carro en movimiento. El perrito iba desesperado corriendo en dos patitas tratando de mantenerse al ritmo del auto y no ahorcarse con el collar o despellejarse arrastrado por el pavimento. Estuvo un año sin querer acercarse a los carros, y lo dejé hasta que él mismo se quiso subir. Entonces era un bebé y no medía más de ocho pulgadas desde el piso.
Esa tarde Rocky pasó por mi trabajo y me contó lo sucedido. Tenía al perrito en su habitación y lo iba a llevar al veterinario por si alguien lo quería adoptar. En ese momento le dije que yo me iba a quedar con él. “¡Pero si ni siquiera los has visto!”. “No importa. Un perrito que pasa por esa experiencia merece que alguien lo quiera y lo cuide. No me importa cómo sea”.
Esa tarde llegó a mi casa y la hizo suya. El mismo día empezó a hacer fechorías y haló todo el rollo de papel de baño. También ese día nos hicimos inseparables. A principio no sabía qué hacer con él, y ahora no sé cómo voy a vivir sin él.
Chocolate se convirtió en un perro bien grande. Pasaba las 23 pulgadas de alto en el lomo y pesaba 96 libras. Era fuerte, agresivo, y un amor.
De bebé sus juegos consistían en morder, aunque lo hacía bien suavemente. Cuando lo regañaba “sin morder a papá”, notaba en su cara que trataba de no hacerlo, pero su naturaleza lo obligaba. Algo instintivo lo obligaba a morder. Tengo las cicatrices en ambos brazos, y las exhibo como medallas de logro. Eso de mordisquear se le quitó y entonces solamente me daba besitos.
Si por él fuera, me hubiera quedado en casa todo el tiempo. Cuando salía me mordía los zapatos y el pantalón para que no me fuera; y cuando regresaba, hacía una fiesta como si pensara que nunca iba a volver. El tiempo que estaba ahí lo pasaba al lado mío. Si me paraba a fregar se acostaba a mis pies, o por lo menos ponía una patita sobre mi zapato. A la hora de dormir, se acostaba pegado a mi espalda, mi pecho, o con su cuello sobre mi cintura si estoy de lado. La cuestión era estar en contacto. Siempre he pensado que quería ser un tatuaje para integrarse a mi piel.
El día de Navidad siempre le puse regalos como si los hubiera traído Santa Claus. Ese día se despertaba y encontraba juguetes debajo del árbol que hasta entonces había permanecido vacío.
Su cara era exactamente igual a la de cualquier niño pequeño que encuentra regalos. Primero sorpresa, luego no sabía por cuál empezar o con cuál jugar primero. A todo esto los traía uno a uno para que yo los viera.
Cuando tenía un “guguete” nuevo, se volvía loco. Esa noche se lo llevaba a la habitación y dormía con él. Tenía una tablilla en el cuarto para poner sus cosas y que no estuvieran regadas por todos lados.
Una vez él mismo colocó su juguete, una bola roja y un sorbeto que había estado masticando, en la tablilla antes de ir a dormir, seguramente por haberme visto hacerlo siempre.
Recibía el Año Nuevo abrazado a Chocolate, tratando de calmar su ansiedad por las detonaciones de dinamita de mis amables vecinos. Me daba cuenta de que estaba con la compañía perfecta; el cariñoso incondicional, y el que compartía mi día a día en las buenas y en las malas. El rato estaba genial.
Cuando empezaban a disparar fuegos artificiales, salía con él a la marquesina, lo abrazaba bien fuerte y así juntos vemos el espectáculo de luces. Le hablaba tonterías como “¡mira ese qué lindo!... ¡mira los colores de ese!... ¡mira ese otro! Así pasamos el rato, y él entendía que la explosión es parte de las luces y no se asustaba.
Un día, a las cinco de la mañana lo despertó una pelea de gatos callejeros y salió a ladrar como un demente. Como si fuera poesía, debe haber despertado a todos los vecinos a esa hora. “Quid pro quo” - me aterrorizas con tu dinamita, y yo no te dejo dormir con mi ladrido. Definitivamente poético.
Cuando enfermó todo empezó a ir para atrás. Al final dejó de comer, se babeaba y hacía caca encima, y dejó de darme besitos. En el último viaje al hospital, en lo que esperábamos turno, le pedí un besito por aquello de intentarlo. Ese besito en el carro sí me lo dio. Me lo tomé como despedida, y se le devolví. Ese último besito lo tengo grabado en la mente, y nunca lo voy a olvidar.
Chocolate volvió a casa unos días después, en una urna con su nombre. Está en nuestro cuarto como siempre, en un lugar privilegiado.
Como escribe el poeta Pablo Neruda:
“Y yo, materialista que no cree en el celeste cielo prometido
para ningún humano,
para este perro o para todo perro
creo en el cielo, sí, creo en un cielo
donde yo no entraré, pero él me espera
ondulando su cola de abanico
para que yo al llegar tenga amistades.”
“Mi perro me miraba
dándome la atención que necesito,
la atención necesaria
para hacer comprender a un vanidoso
que siendo perro él,
con esos ojos, más puros que los míos,
perdía el tiempo, pero me miraba
con la mirada que me reservó
toda su dulce, su peluda vida,
su silenciosa vida,
cerca de mí, sin molestarme nunca,
y sin pedirme nada.”
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