Me detuve en la acera opuesta al
edificio en que vivía Greta Garbo en Nueva York y me quedé embelezado.
Aquí vivía una leyenda.
Aquí vivía una leyenda.
No se
trataba de una de esas estrellas que de momento desaparecen de la pantalla de
cine y no las vemos más, se trataba de Greta Garbo. Margarita, la dama de las camelias; Anna Karenina; La Reina
Cristina; Ninotchka.
Pensaba lo maravilloso que sería
que la mujer saliera por la puerta, que mirara por una ventana y se fijara en
mi, no sé... que saliera a pasear a su perro. Me preguntaba, de tener la
oportunidad de hablarle, ¿qué le diría?
–“Señorita Garbo, buenas
tardes...es usted maravillosa. Somos del mismo signo zodiacal... He visto todas sus películas y para mi
es un honor... Puedo invitarla a un café... podríamos hablar un rato... ¿Le
molestaría que me retratase con usted?... Puedo recogerla para cenar por la
noche... ”
–“¿Quién? ¿Qué pasa?”, pregunté
molesto por la interrupción, a la vez que buscaba a mi alrededor hasta acertar
a ver a una señora con dos bolsas de papel, una en cada mano, que caminaba
hacia mi.
¿Quién podría ser tan importante
en este momento como para no dejarme hablar con mi amiga? ¿Quién caminaba tan
campechanamente por la calle donde vivía alguien tan importante, habiendo tanto
espacio en el resto de Nueva York?
La mujer se acercó a mi y se
detuvo. Era una mujer apocada, casi pequeña con el pelo lacio gris recortado en
forma de paje, cubierto por una gorra de lana tejida. Vestía un sobretodo de
otoño encima de un abrigo rosa, pantalones y tenis. Se me quedó mirando por lo
que pareció como dos horas y quizás fueron dos segundos. No dijo ni una
palabra. No tuvo que hacerlo. Me miró fijamente a los ojos... ¡y sus ojos me
dijeron tanto!
“Hola, mi nombre es Greta Garbo.
Sí, la famosa actriz de cine. ¿Querías verme? Pues mírame. ¿Te sorprende verme
tan cambiada? Aprende joven amigo, porque la belleza es así. Dura muy poco.
Supongo que has visto todas mis
películas, que eres mi mejor fanático. Lo sé. Todos los que se paran aquí a
diario a mirar a mi edificio lo son. Te lo agradezco. Pero discúlpame, ahora
tengo que llevar la compra a mi casa. ”
Y se alejó, sin hacer un gesto,
sin decirme adios, nada. Yo la ví cruzar la calle y entrar en aquel edificio
sin poderme mover. Pasó un rato en lo que asimilé la experiencia.
– “Era ella.” - comentaron.
– “Lo sé, me lo ha dicho.”
Caminamos calle arriba y nadie dijo nada más.
Sentí mucho su muerte. No sólo
porque el mundo había perdido una leyenda, alguien irremplazable, sino porque
yo había perdido a una gran amiga.
Publicado en la revista "Vida Diaria" en noviembre de 1990.
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