miércoles, 25 de noviembre de 2015

Gracias a la vida.

Gracias a la Vida, de Violeta Parra
No soy el tipo más religioso del mundo, sin embargo los días como el de Acción de Gracias los utilizo para meditar sobre las cosas que me pasan, que a la larga me hacen crecer como persona y por las que le doy gracias a la vida. 

Tengo tres panas que no tienen hogar. Los he conocido a través del último año por los cafebares que frecuento. Con ellos he tenido interesantes conversaciones inteligentes y con vigencia, más que con mis amigos que tienen mansiones fastuosas y un apego desmedido a acumular riquezas.

Nunca me han pedido un chavo, y a pesar de la situación en que se encuentran, cada cual está cómodo en su entorno; aparte de que un peso que yo le pueda dar no resuelve nada, sino que la ayuda tendría que ser a nivel de largos cientos de dólares para realmente hacer una diferencia.

Uno de ellos entró al café un día que yo desayunaba con una profesora retirada de la UPR, que fue mi maestra. “Este es mi amigo Jesús”, se lo presenté. Ella, con su cordialidad usual lo saludó con mucho cariño y él se retiró a lo suyo. Cuando ella se fue, él se acercó y me dijo: “Gracias por hacerme importante”. “Tu eres importante, porque eres mi amigo,” le contesté. A lo que me dijo “Te quiero”.

Jesús lo perdió todo cuando su esposa lo abandonó y se llevó a sus hijos. Hasta hace poco dormía en la casa abandonada en Hato Rey, de una señora que se lo permitía a cambio de que le diera mantenimiento a la estructura. Pocos meses atrás me dijo que se mudó a Carolina, y me explicó cómo llegar a su casa.

Un día me enseñó un tablillero viejo que recuperó de un zafacón. “Mira de dónde viene”, me dijo mientras señalaba un sellito que leía “Made in Thailand”. En ese momento comenzó una disertación sobre la historia y tradiciones de Tailandia. “En esta tablilla voy a poner mi colección de botellas y libros”, me explicó. Los libros no me sorprenden porque lo he visto caminar por la acera mientras lee, como si tuviera un piloto automático; y las botellas las usa para guardar salsas picantes que él mismo prepara.

Otro día lo vi caminar por la calle de punta en blanco: con camisa blanca de manga larga, pantalón y corbata. De primera intención no lo reconocí por lo elegante que andaba. Cuando llegué al cafebar y lo comenté, el barista me explicó que se vestía así para ver las noticias en la sala de espera del hospital. Si iba mal vestido, pues lo sacaban. Cuando terminaba el programa, regresaba a su “casa” a cambiarse de ropa.

La historia de Jesús dio un cambio vertiginoso cuando Cristina y Amilcar, los dueños de Latte que Latte le ofrecieron ayuda y trabajo. Poco a poco su historia trascendió hasta llegar a los medios, que hicieron posible un re-encuentro con su hijo mayor. Hoy precisamente me contó que había visto a su hijo después de veintidos años, y cuando le pregunté cómo fue eso, se le aguaron los ojos y se fue sin poderme hablar.

Ayer invité a otro, a Antonio, a sentarse en mi mesa a tomar su café y entablamos rápidamente una conversación dinámica. Un señor en la fila para pedir me miraba con particular disgusto, y con gesto de que le apestaba algo, que ciertamente no era Antonio, porque a pesar de que estaba un poco desgarbado, su camisa estaba limpia. “Vengo aquí porque hacen un buen café”, me dijo. “Si me dan un café malo, no me lo puedo tomar”. Eso último me encantó, porque habla de que la calidad del café le es importante, aunque sea regalado. 

El tercero, Miguel, que está tostao desde que llegó de Vietnam, es un caso aparte. Siempre tiene una energía  avasalladora y creo que vive inmerso en el papel de Rambo. Viste fatiga militar, la bandera de Puerto Rico en su gorra, y de vez en cuando lo he visto pasear un perro gigante con collar de cadenas. Un día conoció a Maripili, y está obsesionado con ella. No hay conversación en la que no salga su nombre, y ya hasta nos lo gufeamos poniéndola en situaciones diversas... “El día que Maripili venga aquí a tomar café... el día que se case conmigo... el día que yo sea millonario y le compre un carro...”

Con Miguel también he tenido conversaciones profundas. Un día hablamos sobre la muerte, y me lo explicó en conceptos que me parecieron brillantes. Cómo aceptar la muerte según las circunstancias: si te pegan un tiro, si tienes una enfermedad terminal, o inclusive a luchar por la vida si aún tienes remedio. Pasaron como dos meses que no vi a Miguel, y me ha hecho mucha falta. Esperaba que estuviera bien, porque hace poco lo asaltaron, y tal como hubiera hecho Stallone, le hizo frente a sus asaltantes. Porque es así. Lo encontré hace par de días y está muy bien. Me preguntó que si había visto a Maripili.

Cada uno de estos amigos me ha hecho meditar mucho, no para valorar lo que tengo, sino cuestionarme para qué lo tengo. Tampoco es que voy a soltar mi casa, mi carro o mi trabajo, sino que a mirarlos con distinta luz. Pero lo primordial es el respeto que le tengo a estos tres, y el cariño que me demuestran día a día. Vuelvo al principio... “más que el de mis amigos que tienen mansiones fastuosas y una obsesión desmedida por acumular riquezas”. Por eso le doy gracias a la vida.



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